Nada fue casualidad, o quizás todo lo fue, quizás
ciertas piezas se colocaron en su lugar en el momento justo en el que debían
hacerlo.
No sé aún cómo ni en qué momento sucedió pero ahí se
encontraron, a medio camino, como en un cruce entre dos vías que de pronto
conectaron.
Él estaba ahí donde siempre estuvo, esperándola,
con toda la calma que lo caracteriza, con un brillo en esos ojos, listo ahí, a
medio camino de aquello que parecía apagarse a veces, y por momentos emergía a
fuego lento, pero emergiendo al fin con toda la fuerza que podía esperarse del
otro lado, del lado de quien nunca había abierto ciertas puertas.
Él aguardó allí, sentado, quizá soportando un
sabor amargo por mucho tiempo, absorbiendo de algún modo la indiferencia que
caracteriza a alguien que no se permitía ser amada, ser vista, ser descubierta,
así tal cual era, libre de fantasmas, libre de un enorme guardarropa, de telas
que cubrían mucho.
Pero dicen que siendo persistente todo se logra.
Él esperó hasta que algo allí hiciera el ruido de
un “clic”. Esperó hasta que la puerta se abriera un poco, a que ella lo dejara
entrar. Y ahí en esa mitad del camino, la vió; con baches, faltas, ciertas
cicatrices, ciertas piezas desunidas, sin velos, real, y la cubrió con sus
brazos cada vez que algo emergía desde aquellos lugares. La cuidó siempre,
despojó sus miedos, la descifró. Había aprendido a leerla como ni ella misma
podía, había visto todo aquello que ella misma no quería ver de sí.
Ella, encontró algo que quizás nunca había creído
que existiera, algo que valía que esa puerta se fuera abriendo, alguien que
valía, valía la alegría, las dudas, la incertidumbre, la vulnerabilidad, valía
el estar al descubierto, sin ropas, sin telas, sin nada. Valía que él la
desnudara por completo en todas las formas que se puede desnudar a alguien.
Valía todo lo que pudieran darse, valía el fuego que podía ir creciendo entre
ambos. Valía las noches, las tardes, las mañanas. Valía el sentirlo tan cerca,
el sentir sus latidos. Valía el verlo dormir, el escuchar su respiración. Valía
el hablarle al oído, la picardía, las aventuras desenvolviendo y enredando
sábanas. Valía la espera, la paciencia, la honestidad. Valía que se quedara,
que ahí a mitad de camino, o incluso un poco más allá, valía que ella y él
fueran eso que iban siendo, se fundieran poco a poco en algo así como un soplo
de aire.
Ya no importaba qué o quiénes había alrededor de
ese cruce.
Pero, como en todo camino, algo quebró la
continuidad, algo se cruzó allí donde se habían encontrado los dos, algo que
debía aparecer, que tenía un propósito, que debía funcionar como señal. Esa
señal surgió, se deslizó, marcó ciertas grietas en ambos, marcó que algo debía
ser distinto, marcó una falta.
Cierto tiempo después dejaron de importar las
diferencias, dejaron de importar las dudas, se dejaron ser, se dejaron de ver
como cada uno quisiera que el otro fuese.
Se dejaron querer como dos locos desatando noches
y noches de intensidad, como sólo dos locos que se aman pueden hacerlo,
permitiéndose sentir lo que sea que surgiera.
Fueron libres, juntos, conquistaron aquello que se
necesita para permanecer, alcanzaron un amor real, despojado de tantas
expectativas, limpio, un poco débil al inicio, y tomando fuerza en el
mientras-tanto.
El sigue ahí, y ella también. Aprendiendo a verse
sin velos, aprendiendo a quererse bien. Aprendiendo sus límites, solucionando
asperezas pero siguen ahí. En ese cruce, cuidándose, el uno al otro. Teniéndose.
Si no te dabas una idea de cómo te amo, acá me
tenés, al descubierto, dejándote leerme. No escribo para que me ames, escribo
para que veas que esto existe y que soy una de esas románticas que lo encubren
bien (o eso creo, jaja).
Te amo mucho.
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